La cuarentena imposible de los pueblos originarios: no le temen al coronavirus y denuncian que el aislamiento los matará de sed. Sin agua, sin comida y ahora más hacinados que nunca. Para los eternos olvidados del norte del país seguir las medidas dictadas por el Gobierno resulta una verdadera complejidad.
Chozas de adobe o madera, con techos de hule o chapa. Carpas improvisadas con ramas, lonas y plástico. Tres generaciones: ancianos, adultos, niñas y niños, conviviendo en unos pocos metros cuadrados. Sin insumos básicos y con temperaturas que, adentro, superan los 50°. Esa es la realidad de gran parte de los pueblos originarios que habitan el norte país.
La cuarentena, dictada por el gobierno para frenar el avance del coronavirus, se vuelve allí una encrucijada. “Estamos desesperados. Los hermanos me vienen comentando que, cuando la policía los encuentra abajo del árbol, los obligan a meterse a las casas, que parecen hornos. Les piden autorizaciones para salir. El que no obedece la orden, es llevado a la comisaría y muchas veces los penalizan económicamente por desobediencia”. Quien habla es Félix Díaz, líder de la comunidad qom La Primavera y presidente del Consejo Consultivo y Participativo de los Pueblos Indígenas de la República Argentina.
Al hacinamiento, se suman otros problemas crónicos, como la desinformación, la escasez de atención sanitaria y de agua. Debido a que muchos habitantes viven de la caza, la pesca y la recolección, la prohibición de movilidad pone en peligro su subsistencia. Más aún cuando los aguateros no aparecen y las plantas potabilizadoras están rotas o quedan lejos de los poblados.
“No nos vamos a morir de virus, nos vamos a morir de sed”, asegura Nicodemo Tomás, referente wichi de Collins, en el departamento formoseño de Ramón Lista, cerca de la zona de Potrillos. Mientras la pandemia avanza en distintas provincias del país, los habitantes de la región no solo no pueden cumplir con las disposiciones básicas de higiene; sino que, al decir de Eduardo Galeano, “no tienen ni una gota para perder en lágrimas”.
«No nos vamos a morir de virus, nos vamos a morir de sed». El reclamo de los pueblos originarios del Norte del país.
“Las medidas que dictó el gobierno van orientadas a familias urbanas, de clase media o que tienen la posibilidad socioeconómica de permanecer en sus domicilios, ventilar los espacios, evitar los amontonamientos, mantener una distancia prudencial y cambiar sus hábitos”, explica el doctor Daniel López Rosetti, especialista clínico y cardiólogo, docente universitario y comunicador. “La implementación a rajatabla de las recomendaciones generales sería contraproducente para muchos grupos humanos: en particular, las barriadas populares y los asentamientos”, especifica.
«No nos vamos a morir de virus, nos vamos a morir de sed». El reclamo de los pueblos originarios del Norte del país.
En su opinión, en el último caso, “lejos de estar vacíos, los espacios comunes, como la plaza, deberían ser ocupados, manteniendo la vida comunitaria e intentando aislarse de otras poblaciones”. Siempre extremando los cuidados y alertando sobre los síntomas, ya que, si aparece el primer enfermo, debe ser aislado. Para ello, entiende que son fundamentales las campañas de comunicación, así como la provisión de agua, alimentos, lavandina y alcohol por parte del Estado.
«No nos vamos a morir de virus, nos vamos a morir de sed». El reclamo de los pueblos originarios del Norte del país.
El doctor Rodolfo Franco puede atestiguar la necesidad de abordar el drama sanitario actual de forma específica. Hace ocho años se mudó a Misión Chaqueña, una comunidad wichi de Salta, con cuatro mil habitantes, a 5 kilómetros del Río Bermejo y casi 50 kilómetros de la ciudad de Embarcación.
Actualmente, está casado con una lugareña y es el único doctor para seis mil habitantes, incluyendo a los de la vecina Misión Carboncito. Con recursos escasos y la compañía de dos enfermeros, atiende a cerca de cincuenta pacientes por día.
Cotidianamente, el hombre convive con las carencias. En 2016, le tocó recibir en su sala a un bebé de un año, proveniente de un paraje cercano, que murió por desnutrición y deshidratación. “Acá todos tienen anemia, grandes y chicos. Ven las vacas solo cuando viajan en colectivo. A veces, con suerte, compran 10 o 20 pesos de carne o hueso y hacen un puchero”, expone.
¿En qué cambió la vida de Misión Chaqueña con la cuarentena? Franco dice: “Estamos haciendo un aislamiento general, tratando de no ir a Embarcación, que es una ciudad grande. Si llega el virus, es porque viene de afuera. Ahora empezó a haber presencia policial en el monte, desde las 21 horas. A los que encuentran, se los llevan a pasar la noche en la comisaría, no sin algún abuso de autoridad. Es todo un tema, acá la gente se desplaza para cazar o pescar”.
Ante la pregunta de cuál sería la situación en caso de que hubiera infectados, la respuesta es clara: “un desastre”. El hospital cuenta solo con dos ambulancias, los medicamentos escasean y, según observa, hay una discriminación palpable hacia los habitantes originarios. Uno de ellos, Leonardo Pantoja, alerta: “Vivimos de vender artesanías, productos que hacemos, siembra, ¿ahora qué vamos a hacer? El indígena no importa, pero no ahora. Hay una masacre desde hace 500 años”.
Las comunidades Wichis de la provincia de Salta se encuentran desprotegidas por completo. La cuarentena se les vuelve imposible. Sus referentes dicen que si el virus llegara «sería un desastre». Fotos: Emmanuel Fernández
Félix Díaz denuncia que, durante los controles, se evidencia el racismo y la persecución a los indígenas y los campesinos pobres. Y, al igual que el doctor Franco, acota: “Las comunidades no salen al exterior, el peligro se produce si ingresa alguien de afuera, un turista o incluso personas solidarias, que llevan medicamentos o alimentos”.
Las comunidades no salen al exterior, el peligro se produce si ingresa alguien de afuera, un turista o incluso personas solidarias, que llevan medicamentos o alimentos. Fotos: Emmanuel Fernández
A la vez, subraya la falta de información que hay en algunas poblaciones, sobre todo aquellas que no acceden a medios de comunicación o que no hablan castellano. “Algunos hermanos no saben qué es el coronavirus, creen que es similar a cualquier gripe. Otros piensan: ‘cuando mueren los indígenas de hambre, de enfermedades evitables, nadie para, ¿qué cambia ahora?’”.
“Esta situación es una gran oportunidad para que nuestros gobernantes empiecen a tomar en serio a nuestras poblaciones, en nuestro carácter particular de habitantes preexistentes, como establece la Constitución argentina”, finaliza el líder qom.
Silverio Girón, referente wichi de la zona de Ingeniero Juárez (Formosa), suma su testimonio: “Sabemos las órdenes que hay que cumplir, pero hay necesidades. No aparece ninguna ayuda, solo multas, de hasta cinco mil pesos, ¿de dónde los vamos a sacar? Nosotros nos cuidamos, pero mientras estamos sufriendo otros problemas de salud, y en el interior la están pasando peor todavía. Sentimos que son cosas que ya atravesaron nuestros antepasados”.
Para Cecilio Maidana, referente wichi de la comunidad El Sol, del departamento formoseño de Ramón Lista, la cuarentena es sinónimo de padecimientos. El 80% de las personas activas del pueblo trabajaba de changas y ahora está parada. “Le pedimos a los funcionarios que nos envíen mercadería y dicen que no hay. Vimos en la televisión que pusieron un ingreso para los que no tenemos nada, pero nadie coordina con nosotros. Falta alguien que nos oriente, no sabemos cómo hacerlo”.
“Los bancos están cerrados y la mayoría no usan tarjeta. No nos podemos mover. No tenemos agua, no nos bañamos, no lavamos la ropa. ¿Qué hacemos si llega el virus? Acá cerca, en Potrillo, hay un hospital grande, pero está vacío, sin medicamentos y con dos doctores. El hospital… es un argumento falso”, remata.
Son al menos doce los niños wichis fallecidos en Salta en lo que va del año, con cuadros de infección, deshidratación y bajo peso. El último fue un pequeño de un año y tres meses, de la localidad Vertiente Chica. Ocurrió en su casa, porque nunca fueron a verlo los agentes sanitarios. Su hermana permanece en estado delicado.
La falta de víveres y agua potable se combina con condiciones sanitarias y ambientales extremas: el caldo de cultivo para la multiplicación de tuberculosis, dengue, zika, gastroenteritis y otras enfermedades. No solo en Salta.
“La mayoría de nosotros va a morir por desnutrición o diabetes”, resume el formoseño Martín Díaz, referente wichi de Pilcomayo. La declaración duele y no termina allí. “Nuestro barrio tiene 50 años. Cada gobierno que viene, todo sigue igual, en dictadura o en democracia. Somos 65 familias, no sabemos cómo podemos hacer, estamos discriminados, acorralados. Muchos vivimos de ladrillería o carpintería y ahora no tenemos trabajo”. ¿Su reflexión sobre el coronavirus? “Como siempre, van a ocultar los muertos”.
Daniel Saravia, también wichi, vive en el barrio La Esperanza. Relata que su hijo Danilo se murió en 2014 y nunca se supo la causa. “No hay especialistas, estuvo en el hospital, le hicieron análisis y todo”, agrega, con la voz entrecortada.
“Seguimos así desde 1983. No hay buenas viviendas, no hay baños, no hay agua, hasta ahora no tenemos escuela, no tenemos centro de salud. Los agentes sanitarios no nos visitan y nos dicen que no tienen el teléfono de la ambulancia cuando hay alguien enfermo. Solo en época de elecciones, pasaron médicos de Formosa capital. Con el coronavirus nos dicen que quedemos en casa, pero la policía sí anda, no entendemos. El último chico se murió hace una semana, con problemas de vesícula, fiebre, no se sabe bien”, concluye.
El reclamo que más se repite es el del agua. Nicolás Palomo es cacique de Villa Devoto, en el departamento de Ramón Lista, Formosa. Allí se ubica la planta potabilizadora de la que dependen trece comunidades: cada una de ellas, aloja entre 50 y 100 familias.
Actualmente, la bomba y la turbina están rotas. “Hay gente que tiene aljibe, gente que no. Muchos directamente van a la represa cercana, pero sale un agua muy turbia. Ya hay dos con dolores de panza. Antes teníamos aguateros, pero el gobierno les quitó el servicio”, reclama Palomo.
Nicodemo Tomás, también de la zona, advierte que el agua que hay no va a durar más que unos pocos días. “Sabemos que hay virus, pero la preocupación nuestra es el agua. Esto viene desde enero y ahora nos dicen que el técnico no viene por la cuarentena. Protestamos frente a la subcomisaría y tampoco nos atendieron por la cuarentena. Ni una gota sale, nos estamos muriendo”.
La sed arde en la garganta de los habitantes postergados del NEA. Duele en las caras de los adultos mayores enfermos y en el llanto de los chicos. Se evidencia en los baldes de glifosato (descartados por empresas sojeras), donde las familias guardan el poco líquido que consiguen.
Sin agua potable, las comunidades no solo están expuestas al contagio de coronavirus, sino a la muerte más cruel y evitable. En su novela Hijo de hombre, Augusto Roa Bastos llamó a la sed “una llaga viva por dentro”. La llaga hoy está expuesta, encarnando una de las deudas más antiguas y urgentes de la Argentina.
Fuente: Clarín