Hay una sola idea en la que la Ley de Identidad de Género está equivocada: nuestras identidades son algo más que vivencias internas e individuales. Existen cosas por fuera de lo que sentimos, cosas que se construyen en el encuentro con lxs otrxs y que nos hacen ser quienes somos. La identidad es una relación social que nos mantiene unidxs al resto de las personas con las que compartimos, experiencias y trayectorias en común. Más allá de que mi género es un proceso de individuación muy específico, no es una construcción en el vacío, ni en solitario. Mi género está hecho con las palabras y pautas de las que dispongo en esta cultura y se hace reconocible y nombrable en el encuentro con el mundo que me rodea.
Que la ley esté equivocada en este punto no afecta en absoluto su funcionamiento. Es de las mejores en esta materia y le ha permitido a miles de personas trans* adecuar sus documentos y consignar una identidad distinta a la asignada al nacer. F y M son dos categorías insuficientes para identificar esas vivencias individuales y autopercibidas, pero no sólo para las personas trans*. Muchas personas cis sienten actualmente una creciente incomodidad con su género y esto responde a que cómo sociedad estamos “deconstruyendo” muchas categorías y prácticas sobre las que se perpetúa el sistema patriarcal. Las mujeres y hombres de esta generación seguramente no se reconocen en las mujeres y hombres de la generación precedente y probablemente tampoco se reconocen en sus pares, porque existen una diversidad de formas de habitar esas F y M. Amalia Granata, la China Suarez, Ofelia Fernández y yo somos F. Aunque no tengamos casi nada en común, al menos tenemos la certeza de que no somos hombres. Pedirle a los documentos que den cuenta de aquella vivencia individual que nos hace distintas excede los límites del Estado. Afortunadamente, tras la sanción del decreto presidencial N°476/21, existe una tercera opción hacia donde fugar identificada con una muy criticada X.
Pararnos dentro de un género es nuestra manera de construirnos frente al mundo además como sujetos políticos. Expresar rebeldía contra las categorías se puede hacer de múltiples maneras, a veces habitándolas a contrapelo y otras fugándose de ellas. Por muchos años para mí, correrme de la M con la que mis documentos me identificaban representaba una declaración de mis principios políticos: no sabía muy bien qué era, pero estaba segura de que no era un hombre. Y con esta reflexión se inició el camino que hoy me trae aquí.
Los últimos seis meses de mi vida se trataron de mi identidad y mis documentos. De ponerle un nombre, un género y límites a esta construcción social que soy. Fueron quizás los seis meses más duros en mi vida, pero también los más importantes, los que le ponen cimiento y orden a lo que quiero construir. Esta nota va de eso, de cómo es hacer la rectificación de un DNI en Argentina, pero también de la identidad, de las políticas que se construyen en torno a ella y del problema de las categorizaciones. Al mismo tiempo habla de mi experiencia y les pido disculpas desde ya, porque este es un estilo narrativo inexplorado para mi. Esta es una extraña mezcla entre crónica y carta en donde me dejo caer un poco a oscuras.
Lo más importante que se debe tener en cuenta al momento de rectificar el sexo registral en el DNI es que en realidad lo que vas a rectificar es tu partida de nacimiento. El DNI refleja los datos contenidos en tu partida, por eso el trámite inicia con su rectificación. Existe un problema que el RENAPER podría observar en este sentido. La población trans* tiene una alta movilidad espacial, muchas personas trans* no radican domicilio en los mismos distritos donde están archivadas sus partidas, por lo cual en ocasiones deben retornar a sus ciudades natales para iniciar la rectificación. Esto sucede porque al momento de nacer, el registro civil de cada provincia anota el nacimiento y ese documento jamás se mueve de la jurisdicción. En Ciudad Autónoma de Buenos Aires esto puede evitarse si tenés domicilio en la ciudad, algo que también es absurdo ya que muchas veces las personas trans* tienen enormes dificultades para constituir una residencia permanente. En los últimos meses se suma a estos requisitos que las partidas “de extraña jurisdicción” deben tener una firma digital o legalizadas en el Ministerio del Interior.
Mi trámite tomó varios meses, casi seis. Cada uno de los pasos intermedios fue un martirio. Informaciones cruzadas, muy pocas respuestas, pocas vías para hacer el seguimiento. Si tu partida no está radicada en tu ciudad, el trámite para pedirlo demora aún más tiempo. Por momentos no sabes en dónde está tu expediente. Cuando llamas por teléfono te tratan en masculino. Hasta el último momento siempre fuiste registrada con tu nombre asignado al nacer. Vas a tener que aguantar. Muchas veces las personas no entienden de qué va tu trámite y vas a tener que explicarlo varias veces. Demasiadas. A mi lo que más me molestó en cada momento fue que me boludeen. Algunas personas cis tienen impreso el desdén hacia nosotras. Puede que no siempre sean violentxs, pero les damos una cosa entre pena y asco. Muchas veces sentí que me explicaban las cosas como a una tonta, que me mentían porque pensaban que yo me la iba a tragar. Cuando les decía que estaban discriminando, se exaltaban; no registran que esa forma de tratarte evidencia que se sienten en un lugar de superioridad. Hay que estar un poco preparada para eso, pero también alerta para cantar retruco. Hay que insistir, preguntar, anotar todo. Si yo no hubiera empujado cada momento del trámite, quizás todavía estaría esperando. De hecho, hubo momentos en que estaba aturdida y cansada, pero tenés que desbloquear ese enojo y convertirlo en algo útil.
Las burocracias estatales no están pensadas para nosotrxs. La Ley de Identidad de Género abre un resquicio que nos habilita un derecho, pero para acceder a él hay que atravesar una serie de procesos que no se imaginan nuestras existencias. Cosas tan simples como procurar llamarnos por nuestros nombres elegidos o respetar nuestros pronombres podrían implementarse en todos los pasos. El primer contacto para la rectificación puede que sea menos hostil porque se trata de la recepción del trámite en una oficina con empleadxs que conocen el proceso, pero luego nuestros expedientes atraviesan muchas instancias en donde las personas no saben cómo tratarnos. Estos son algunos problemas puntuales que pongo de ejemplo: siempre te piden el nombre“como figura en el DNI”, entonces apareces así registrada en turnos, llamados, en los sistemas de información y demás. Cuando fui al registro central me llamaron a través de unas pantallas que están a la vista de todxs y pusieron el nombre de mi DNI. Cada vez que llamé tuve que decir ese nombre. No hay forma de seguir el trámite virtualmente y si hay dos jurisdicciones involucradas, al parecer no dialogan entre ellas. En un momento del trámite yo debí ir al registro de la Ciudad de Buenos Aires, llamar desde mi teléfono al Registro de Salta —la provincia en la que nací y donde viví hasta hace un año— y poner en diálogo al jefe de CABA con el de Salta. Un absurdo. No hay un protocolo claro para algunos casos, entonces dependes de la suerte o la buena voluntad. El decreto que habilita la X aún genera confusión y en muchos momentos equivocaban mi trámite con el de los documentos con X. Tuve bastante temor de terminar recibiendo un DNI con X, porque muchas veces lxs empleadxs del registro en lugar de preguntar, asumen. Al final de todo, cuando definitivamente tramitan tu DNI, deben adjuntar foto de tu viejo DNI cortado, roto. No sé cómo será para una persona cis, pero para mi, sumada a la incomodidad de tener un documento con un nombre y género distinto al mío, tuve que ir las últimas dos semanas al supermercado con un DNI roto y la constancia del trámite para poder pagar con tarjeta. Un montón.
Cuando inicié este proceso pensaba que podía servir de experimento y ver cómo funciona este trámite para una travesti “normal’”, que va al registro y solicita su rectificación sin más. Pero al tiempo me di cuenta que mi experiencia era única y privilegiada. Yo no sé cómo afrontaría este mismo trámite una compañera sin recursos materiales para perseguirlo, hacer llamadas, viajar a los registros, imprimir papeles. Además hay que tener sagacidad y astucia para saber por dónde entrarle a cada trámite y que puerta ir a golpear. Y sobre todo, un montón de energía emocional para tragarte los garrones y superar ese dolor. Hubo escenas en las que yo estuve más desencajada que nunca, gritando y llorando delante de perfectos desconocidos. Aunque la Ley de Identidad de Género no contempla la judicialización o patologización, la trama burocrática que la contiene termina operando como una autopsia, dónde estas obligada a desnudar tu sexo una y otra vez.
Escribo esta nota cómo un último desnudo. Es una manera de exorcizarme de esos enojos pero también de ponerle un cierre a una parte de mi propia historia. Cuando asumí hacer carne mi género y elegí este camino de incertidumbres rompí el vínculo con mi familia. No me gusta hablar de eso, pero me decepciona de maneras horribles. Sin embargo, ese simple documento de plástico que me costó seis meses de trámites y angustias también operaba en mi cabeza como una forma de clausurar el pasado. Nunca me gustó la metáfora de “volver a nacer” porque en mi experiencia siempre fui esta misma persona. Pero una tarde hablando con un amigo me preguntó qué nombres iba a escoger y si me iba a poner un segundo nombre. Yo la verdad que nunca había pensado mucho al respecto. Me había debatido lo de escoger entre una F y una X, pero la decisión fue pragmática: me interesa viajar y una F es menos lío. Mi nombre siempre fue Marce, no se si es un nombre elegido, sencillamente devino así. Entonces se me activó una fibra muy íntima y recordé el momento más bonito de mi infancia, lo cuento porque creo que quizás sirve para humanizar tanta burocracia, porque necesitamos que algo emocional se filtre entre tanto expediente.
Hace muchos años, durante una siesta calurosa en la que mi mamá no estaba en casa, me puse a revisar las cajas arrumbadas que guardaba en su habitación. Siempre me pareció fascinante revolver entre cosas viejas —no por nada estoy enamorada de los archivos—. En unas cajas de cartón polvorientas mi mamá guardaba diarios viejos, libros, unas copas de cristal que sólo usábamos en Navidad, zapatos y cachivaches. Aquella tarde encontré viejos discos de pasta. Los saqué y los puse sobre la cama y leía sus portadas. Uno de esos discos era “En tránsito” de Joan Manuel Serrat. Mi mamá adoraba a Serrat, en mi casa lo oíamos con frecuencia. Yo aún puedo cantar sus canciones de memoria. En un momento giré el disco y se cayó de entre su portada un papel, cómo en la películas. Era una carta. Mi mamá había escrito durante el embarazo una carta dirigida a mí. Me contaba cosas sobre la relación con mi padre, me deseaba cosas lindas, me hablaba con confianza de lo que sentía y de sus miedos. Hablaba sobre los nombres que deseaba ponerme. Yo, que no tenía más que 10 años, entendía cada una de esas emociones. Lloré. Guardé la carta de nuevo en la portada de ese disco y nunca mencioné nada. Durante años atesoré secretamente ese momento en que me llegaba por azar la carta que mi mamá me había escrito cuando ni siquiera había nacido. Hoy le pongo nombre a mi cuerpo con aquellas palabras: Marce Joan Butierrez, en tránsito.
Fuente: LatFem