Acaba de salir Una vida en diez jornadas, libro dedicado al pensamiento del gran músico; será presentado a finales de agosto en la Biblioteca Nacional
El apellido Saluzzi trae consigo una connotación que está relacionada a un hecho musical que se hace en familia, con la tutela de un miembro del clan que oficia de guía. Se llama Timoteo, aunque nadie lo reconoce por ese nombre. Todos lo llaman Dino. Nació hace 89 años en Campo Santo, Salta. Su voz fue y sigue siendo el bandoneón y su música comienza en los cerros y puede terminar en cualquier parte del mundo. Sus grabaciones para el sello alemán ECM Records (más de una docena de discos), dan cuenta de esto. También lo hace Dino Saluzzi, con palabras que elije para presentarse.
“Mi padre [Cayetano Saluzzi] trabajaba en una plantación de azúcar y, en su tiempo libre, tocaba el bandoneón y estudiaba partituras de tango y de música folclórica. No había libros, ni escuelas, ni radio… nada. Sin embargo, mi padre supo transmitirme una educación musical; música que, después, cuando estudiaba, me di cuenta de que ya la conocía, no desde el punto de vista de la razón o de la racionalidad, sino de una manera diferente, de una manera extraña, la que produce la música”.
Dino es dueño de un humor bastante particular, quizás difícil de entender para quien apenas comienza a tratar con él. Ha escrito música bella, ha compartido una manera de tocar el bandoneón única, muy por fuera de los cánones del tango (aunque lo tocó durante años y formó parte de orquestas típicas), y ha generado cofradías musicales con artistas de las más diversas latitudes, sin dejar de nutrirse de un entorno musical cercano: sus hermanos, su hijo, su sobrino (Celso, Félix, José María, Matías). La música de raíz folklórica, la de cámara y el jazz contemporáneo quedaron ligados por los puentes que ha sabido tender Dino.
Sostiene un espíritu irrenunciable a ciertas ideas de cómo debe ser transmitida la música. Y poca paciencia frente a la irreverencia que otros tienen, al desafiarlas. Todo el que ha tratado con Dino en algún momento se habrá sentido interpelado por este artista. Aquello que se hace sin querer o sin saber que no se debe hacer. Una vez, un fotógrafo llegó a una entrevista y le preguntó qué día sería su próximo show, mientras se percataba cómo el rostro de Dino comenzaba a transformarse. “Nosotros no hacemos ‘shows’ -fue la respuesta-. Lo que pasa es que la gente está muy confundida”. Dino ofrece conciertos, no shows; eso ha hecho toda la vida. Y bastante nervioso se pondrá si el iluminador de una sala comienza a hacer juego de luces sobre los músicos y las partituras, durante uno de sus conciertos. La defensa de lo más puro de la música lo ha embarcado en una cruzada que, por momentos, ha enfrentado de un modo bastante solitario; sin embargo, nunca ha renunciado, quizá por la fuerte convicción de estar en lo cierto. Una ética musical a la que jamás renunciará.
Dino Saluzzi, Una vida en diez jornadas es un libro que resume diez conversaciones de este gran artista salteño con Javier Magistris. Se trata de un libro publicado por Mil Campanas que será presentado el 30 de este mes, a las 19, en la Biblioteca Nacional, con entrada libre y gratuita.
Dino habla de todo lo que se le propone; reflexiona y trae nuevos recuerdos. Uno recurrente es de la infancia y del ingenio azucarero San Isidro, donde trabajaba su padre: “La vida de los ingenios azucareros es ingrata, dura, hostil; sin embargo, en ese contexto comprobé cómo en esas condiciones las personas pueden experimentar sentimientos positivos y vi allí a algunos que contribuían a una sociedad más armónica y justa. En este mundo, todos compartimos el sufrimiento, no importa en qué situación y condición nos encontremos individualmente”.
Claro que esa pátina de nostalgia hace que, a la distancia, las cosas no se vean tan mal. El punto de partida de su relación con la música puede ser un buen ejemplo. Dino recuerda los carnavales, que en el noroeste argentino representan una cuestión idiosincrática fortísima. “Carpas de Salta , las vuelvo a recordar. / Bandoneón y guitarra, / zambas para bailar”. Así comienza la tradicional zamba “carpera” en homenaje al famoso “Payo” Solá.
Saluzzi sabé bien de ese espíritu: “Para nosotros los carnavales eran una panacea porque mi padre, que tocaba el bandoneón, podía ganar algún dinero más -explica Dino-. Mi papá solía tocar en la carpa de la vieja Tula. Ella ponía un toldo con chapas y ahí armaba la carpa. Justamente ahí la vía hacía una curva abierta. El tren pasaba frente a la fábrica de cemento, llegaba hasta la estación y partía hacia Buenos Aires, a lo desconocido: un mundo imaginario que jamás pensé conocer (…) Yo era chiquito, unos 6 años. Fue el inicio de todo. En ese clima de carpa, de diversión se jugaba con agua, espuma, serpentina y se tocaba y cantaba folklore, tango, pasodobles y rancheras. La vieja Tula pasaba regando el suelo con agua para evitar que se levantara el polvo. Eran dos los músicos, mi tata querido, mi gran maestro y mi tío José Eustaquio. Ellos tenían firmado un contacto por una jornada larguísima que empezaba a las 3 de la tarde y terminaba a las 4 de la madrugada. A las 6 de la tarde tenían que darle un jarro de mate cocido y bollos y a las diez de la noche una gallina hervida con papas. Pero a mí, después de jugar con otros chicos durante todo el día, me daban ganas de volver a casa y me quedaba dormido”.
La música de Saluzzi por momentos le pertenece al mundo y en ciertas ocasiones tiene un fuerte arraigo con su Salta natal. Fue de lo tradicional a la experimentación con total naturalidad. Grabó folklore con Los Chalchaleros, salió de gira y llegó hasta Japón con la orquesta de Enrique Mario Francini. Experimentó con su grupo familiar, se metió en los festivales de jazz y de música de cámara europeos, vivió en Alemania y en Suiza.
“¿Cuánto hay en usted ahora del paisaje y los personajes de su infancia?”, indaga Magistris. “Los sueño siempre como una recurrencia. Sueño y escucho. En Europa me aferraba a eso. Una de las cosas más terribles que puede sucederle a una persona es tener que irse de su lugar. Nadie se va porque quiere. En mi desesperación por ver perderse todo en la nada, en el olvido, llegué a pensar que el que no ha experimentado ni sentido todas esas cosas que son la base del sentimiento, y la razón, no es ni será feliz sin eso que somos verdaderamente. Todo está dicho por la gente simple. Sin embargo, nosotros asistimos a la muerte de ese mundo sin que se nos mueva un pelo ¿Qué extraño, no?”.
Si hay algún tipo de licencia en la música instrumental -esa que Dino ha encardo desde diversas formas-, su abstracción es la que otorga la excusa perfecta para sumergirse en el pensamiento de Saluzzi durante diez charlas. Ya al principio del libro se puede dar ese gran paso, o salto (aunque no sea al vacío) con reflexiones que se entreveran con la existencia (o no) del mal. Todo esto viene a cuento por una obra musical llamada El encuentro. Dino dice: “El mal existe por una decisión nuestra, pero en determinado momento, una persona al poner la cabeza en la almohada, debe reconocer sus errores. La buena intención y el deseo de una vida mejor pueden evitar el mal. El perdón, la fraternidad, la música, el amor, el recuerdo de todo lo vivido, con dolor o sin dolor, evitar la batalla estúpida de ser el mejor o el peor, en ese pienso cuando pienso en una vida mejor. El ejemplo más contundente lo da el funcionamiento de una orquesta. La obra tiene que sonar bien, pero para eso todos (desde el director hasta cada ejecutante individual) tienen que ceder su protagonismo para que se dé este fenómeno misterioso que llamamos arte”.
En este libro, a medida que la charla avanza, adquiere profundidad y, también, síntesis. Hay definiciones muy bellas y certeras en ese universo Saluzzi: “Escuchar la Sinfonía N°6 Patética De Tchaikovski lo deja a uno frente a la tragedia íntima de un hombre sin que hable explícitamente sobre quién la escribe. Lo que le pasa al creador, le pasa a todo el mundo. El arte es el único lugar donde todos somos iguales”.