La escena final tiene esa épica que ninguna movida marketinera puede construir: bajo una lluvia cerrada, Ricardo Mollo, Diego Arnedo y Catriel Ciavarella siguen tocando y tocando, embrujados por su propio clima con “Amapola del 66”. Frente al escenario, una multitud igualmente mojada y en trance; detrás, un impactante muro de cerros que dan mudo testimonio de otra aventura inolvidable de Divididos. Es la escena culminante de Un poco más abajo del cielo, el documental que la banda mostró a un puñado de amigos e invitados en la Biblioteca Nacional, y que dejó a todos los presentes con la piel erizada: un retrato del concierto que dio la banda en la Laguna de los Patos de Tilcara en marzo de 2010, como presentación de Amapola del 66 pero también como nuevo gesto de amor a una localidad con la que supo establecer vínculos fraternos hace ya más de veinte años.
Con el plan de exhibirlo en breve en pantalla grande, el film realizado por Roly Rauwolf y Benjamín Ávila (con el aporte tilcareño de Woody González y Ariel Hassan, de La Brújula TV) elude los lugares comunes del documental rock. Todo comienza en el lugar donde Mollo originalmente quería hacer el show, pero las dificultades de acceso obligaron a cambiar; cuando el trío se entrega a una emotiva versión de “Vientito de Tucumán”, con la acústica y el entorno generando una magia palpable, se comprende el deseo del guitarrista y cantante. Pero ese es solo el punto de partida del relato. Mollo y Arnedo van obviamente más atrás, recordando el inicio del romance hace veinte años, cuando la banda dio un show inolvidable en el Pucará de Tilcara (del que Página/12 dio cuenta aquí ); Ciavarella, a su vez, agradece la oportunidad de retornar sobre algo que para él pertenecía a una etapa a la que el grupo ya no volvería.
Pero el grupo vuelve, y las cámaras lo registran en modo “mosca en la pared”, sin poses ni intromisiones. El trío viajó a la localidad jujeña varios días antes, para estar allí en el nivelado del suelo y el armado del escenario desde la nada, y para montar una sala de ensayo en un teatro que se convirtió en punto de encuentro de lugareños que al principio eran dos o tres y sobre el final llenaban el auditorio, un amigable work in progress en el que participaron músicos del lugar. Entonces se lo ve al mismo Fortunato Ramos que hechizó con el erke en aquel show del Pucará, y a los músicos de Ricardo Vilca, al violinista Kelo Herrera, al dúo de Juan Saavedra y Sandra Farías y a Micaela Chauque, asesora de Ricardo en materia de charangos que se suma en coplas con caja. Hay una naturalidad en esa relación del grupo con Tilcara que la lente registra sin esfuerzo; solo después se cae en el cierto asombro de que una banda definida como “la aplanadora del rock” se mueva en ese terruño con una soltura que nada tiene que ver con el forastero o el extraño musical.
En ese sentido, la película da cuenta de otras escenas de intimidad, como la guitarreada en la plaza –luego de ser corridos del hotel por las protestas de un huésped indignado “porque yo vine a descansar tranquilo en mitad de la montaña”- o la actuación en la misma plaza el 24 de marzo, cuando todavía no asomaba el malón de gente que se haría presente tres días después, copando el camping y dando testimonio de lugares de procedencia que iban de Buenos Aires, otras provincias o Ecuador. De niñes de 8 años a jóvenes y a veteranos: todos quieren participar, algunos escucharon de aquella mítica visita del principio de siglo, otros quieren repetir, todos contagian a la pantalla el sentido de pertenencia a una banda que sienten como propia.
Pero Un poco más abajo del cielo no es solo el retrato de esos vínculos, los ensayos hogareños o el desarrollo de un concierto, sino la involuntaria construcción de una épica. A medida que la estructura va mutando de un montón de caños a un escenario hecho y derecho, con su piso de wiphala, el entusiasmo y la energía que va brotando de la expectativa de los músicos deja apenas un asomo de preocupación por el clima. El viento de la tarde se resuelve esperando la exacta hora en que siempre amaina; de la lluvia hay apenas alguna mención porque “en esta época nunca llueve”. El escenario no tiene techo: no va a ser necesario, y nadie quiere estropear semejante entorno.
Y entonces llega el día del show, y lo que era cielos azules y soles rajantes es un manto gris sobre las montañas, que pronto se convierte en diluvio. La angustia de los músicos en un trailer se contagia a la platea. No hay segunda oportunidad, el público tiene solo ese día y al siguiente es la procesión de la Virgen. No puede haberse puesto tanto esfuerzo para nada. Cuando Mollo, Arnedo y Catriel salen a saludar a la gente que se guarece como puede, se paran en el escenario y le plantan cara al cielo, la invocación da resultado. “Es lo que nos da la naturaleza”, resume Mollo, entre la resignación y la practicidad. Y la lluvia se detiene, y la banda se abraza y sale, y hay una multitud al pie de las montañas y suena “El arriero” y los planetas están alineados.
El diluvio volverá a decir presente, pero a esa altura la ceremonia ya lo ganó todo. “No toques el micrófono”, le dice el operador de monitores a Mollo, un recordatorio de que la épica está muy bien pero la electricidad suele moverse con parámetros más racionales. Nada parece importar: las escenas finales de Un poco más abajo del cielo conmueven y eluden todo raciocinio, el agua saltando en cada golpe de platillo, el Cóndor y Ricardo entregados al rito como si fuera la primera vez, porque algo demasiado fuerte está sucediendo, porque al cabo el rock y la lluvia se conocen de años, desde Woodstock y más allá también. Y Divididos ha atravesado suficientes tormentas y vientos como para asustarse. Al cabo, como dijo el poeta, la lluvia lava todas las heridas del alma. La música también.