Compartimos la columna de la periodista Natalia Nieto emitida en el programa Compartiendo su Mañana por Aries FM.

El Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo presentará hoy la tercera edición del estudio que refleja las formas en que se expresa la discriminación en Argentina.

La discriminación por la situación de pobreza fue la respuesta más mencionada en Salta. Le siguieron la discriminación por género y color de piel. Y todo esto, en la provincia donde casi el 40% de los salteños está debajo de la línea de la pobreza, rige la Emergencia por Violencia de Género y hay unas 14 identidades indígenas distintas y una gran heterogeneidad cultural, consecuentemente.

El impacto de la discriminación no es meramente discursivo. El 38,9% de los habitantes de Salta son pobres, según datos del INDEC del segundo semestre de 2021. Es decir, 251.959 salteñas y salteños que están en esa condición y que conforman la tercera tasa más alta en el NOA. Para entender sobre el impacto de la discriminación, recurrimos a un artículo publicado en 2020 en diario La Nación, sobre lo que hay detrás de los insultos a la pobreza.

«Es un negro villero»; «es una negrada»; «son negros cabeza»; «son unos negros de mierda». Son algunas las reacciones que generan algunas noticias vinculadas a la pobreza o a la realidad de los barrios populares o asentamientos que se encargan de recordarnos que el racismo en la Argentina no siempre está ligado a un color de piel.

Cada vez hay mayor acuerdo en considerar a la discriminación por razones socioeconómicas como otra forma de racismo, no solo porque, de manera tácita o explícita, establece categorías de individuos sino porque, además, avala y promueve prácticas que vulneran derechos y fomentan la exclusión.

En el Inadi lo llaman racismo socioeconómico: un tipo de racismo que, a nivel social, se expresa mediante diferentes mitos y prejuicios instalados en el imaginario popular con una fuerza que no siempre somos capaces de reconocer. Como dijimos, su impacto no es meramente discursivo. Quienes lo padecen, suelen hablar de «discriminación por portación de cara», de «exclusión» como sujetos de derecho y de «ser víctimas» de un estado de sospecha casi permanente.

En el informe «Entender la discriminación», se sostiene que «la relación entre racismo y pobreza se hace evidente cuando se oyen expresiones asociadas al racismo biologicista clásico (‘son unos negros’) o al racismo cultural al, por ejemplo, desvalorizar los hábitos y gustos de las clases populares». Así, los prejuicios que recaen sobre la población en situación de pobreza se hacen evidentes en afirmaciones del tipo: «son todos vagos, no quieren trabajar», «les gusta vivir hacinados», «lo que ganan lo gastan en alcohol», y ni hablar de los “se embarazan por un plan”. Además, se explica que «el proceso ideológico de criminalización de la pobreza, estigma de gran presencia y vigencia en el mundo de hoy, tiene una matriz fuertemente racista y discriminatoria».

En ese sentido es que se sumó Amnistía Internacional, que en 2020 había relevado más de treinta casos de violencia institucional y uso excesivo de la fuerza desde el inicio de la cuarentena. Enumeraba, entre otros, el asesinato de Luis Espinoza en Tucumán, la violencia desatada contra la comunidad qom en Chaco y la desaparición de Facundo Astudillo Castro en Buenos Aires.

«Preocupa especialmente a la organización que la mayoría de los casos se produjeron en contextos de vulnerabilidad y/o pobreza. El ejercicio de las facultades de control de las fuerzas de seguridad no debe traducirse en ensañamiento o disciplinamiento de personas o grupos que se encuentran en una situación de vulnerabilidad social», puntualizaba el comunicado de Amnistía Internacional.

Una encuesta nacional realizada por la consultora Voices!, reveló que el 77% de los argentinos cree que las personas pobres sufren discriminación. La idea de que los jóvenes pobres son violentos y consumen drogas y alcohol en exceso es uno de los prejuicios más arraigados en la sociedad en torno de la pobreza: lo comparte más de la mitad de la población (58%). Le sigue el supuesto de que las personas pobres no trabajan lo suficiente para salir de la pobreza (54%). Pero hay más: que las personas que viven en las villas lo hacen mejor que uno porque no pagan los servicios, que tienen más hijos para recibir más asistencia del Estado, entre otros.

Según el historiador Ezequiel Adamovsky, la división de clases siempre estuvo apoyada sobre nociones de jerarquía racial en nuestro país. Por ende, todos los juicios de valor sobre la pobreza son racializados, aunque la persona en cuestión no tenga la tez morena. «Hacia fines del siglo 19 los prejuicios que hasta entonces recaían sobre la comunidad afro se hicieron extensivos a las personas pobres. Ahí surge el uso de ‘negro’ como insulto”, puntualiza Adamovsky.

Según el especialista, también docente de la Unsam e investigador del Conicet, a lo largo del siglo 20 y en lo que va del actual, el racismo por motivos socioeconómicos ha tenido picos de recrudecimiento, que siempre coincidieron con un mayor protagonismo político de ese colectivo. Uno de más recientes se registró tras la crisis de 2001, con el surgimiento del movimiento piquetero. Aunque ahí, Adamovsky detecta también otro fenómeno: «Hasta ese momento persistía, sobre todo en la clase media, la idea de que, si uno trabajaba y no tenía vicios, no iba a ser pobre. Pero la crisis de 2001 puso en jaque ese discurso, erosionando todas las certidumbres. No es casual que, en ese contexto, el racismo recrudeciera», sostiene.

«Los pobres son algo así como el material descartable de la sociedad capitalista», reflexiona Emilio Seveso, doctor en Estudios Sociales de América latina y docente de la Universidad Nacional de San Luis, para quien «a las personas que los discriminan se les juegan razones inconscientes, que hacen que el acto discriminatorio esté por demás naturalizado, pero a su vez racionalizan ese acto, justificándolo con determinados supuestos en torno de la pobreza».

Los especialistas coinciden en que la acción de discriminar por razones socioeconómicas no es inocua. Sobre todo, cuando se vuelve sistemática y compartida. «Entre los pobres hay como una suerte de acostumbramiento -reconoce Seveso-. Te dicen: ‘no me importa’, pero ese ‘no me importa’ habla de que están acostumbrados, no implica que las acciones no tengan efecto. La agresión sistemática se vuelve parte de lo que soy. El pibe que usa gorra te dice: ‘no consigo laburo’.

El Mapa Nacional de la Discriminación que se presentará hoy, actualiza datos después de 6 años y con diagnósticos más precisos, debería favorecer la creación y aplicación de políticas públicas específicas y eficaces. Un dato importante es que en 2013 solo un 12% de la población consideraba a la discriminación como vulneración de derechos, pero en 2019 el 36% ya había señalado esa respuesta.

¿Qué significa? Que muchas personas identificaban, en el anterior relevamiento, a la discriminación como «falta de educación, falta de respeto, burlas o maltrato» y no incorporaban la mirada de la discriminación como una negación de un derecho. Ahora sí. La sociedad ha desnaturalizado ciertas prácticas. Falta mucho, pero en Salta más. Ojalá  las cosas cambiaran pronto, porque el impacto no es solo discursivo.