Tanto una relectura de Apenas un delincuente de Hugo Fregonese como una deconstrucción absoluta de la película de atracos, Los delincuentes es una genialidad caleidoscópica que retoma las inquietudes temáticas de su director (más específicamente, la negociación entre el ocio y el trabajo, presente en su obra desde que debutó como uno de los referentes del Nuevo Cine Argentino) al mismo tiempo que pone en alto una celebración de todos los géneros y gestos que han agraciado el celuloide desde sus comienzos.
Morán (Daniel Elías), un empleado bancario nacido en Salta pero que vive en Buenos Aires, arriba a la misma conclusión que Cesare Pavese: trabajar cansa. Cuando se da cuenta de que podría robar el equivalente a dos jubilaciones y entregarse en una comisaría, en tanto haya alguien afuera cuidando ese dinero, el cálculo se torna claro: prefiere ceder tres años y medio de su vida al sistema carcelario y no veinticinco al mercado laboral. Entonces extorsiona a Ramón (Esteban Bigliardi), un compañero del banco, para que oculte esos seiscientos cincuenta mil dólares.
La banalidad con la que Moreno retrata ese robo, neutralizando el potencial de la escena como posible generadora de tensión, es una decisión ciertamente arriesgada. En efecto, es propio de una película tan compleja como Los delincuentes que el interés en el destino del dinero se pierda ni bien se da por finalizada la primera mitad: lo que desmarca a Moreno del clásico de Fregonese es precisamente el deseo en sus personajes de escapar al capital (no así de huir a L’argent, de Bresson). Y así como ellos resuelven renunciar a su trabajo, el cineasta se escinde de la exigencia de seguir en el registro de la heist movie, privilegiando una dirección más lírica, de juegos duales y miméticos. Cuando Morán llega a Córdoba, bajo la indicación de Ramón, para poder ocultar el motín, se produce un quiebre; el paraíso bucólico se convierte, parafraseando al realizador, en una “zona liberada de acción dramática”.
Del otro lado de la montaña, del otro lado del metraje, lo que persiste en Los delincuentes es una interpelación lúdica a la pregunta de lo que significa ser libre. Y lejos de bajar línea, su director comete el acierto de invocar más preguntas que respuestas. Adentro de la cárcel sobra el tiempo pero escasea el sexo; afuera de ella venden pizza de Imperio, pero aguarda también un eterno día de la marmota en donde siempre se sirven esos tres vasos de agua. Hasta la supuesta emancipación deriva en un calco del mismo romance; y la cantidad de asientos libres en una sala de cine puede generar vacilación.
Moreno realza la ambigüedad de su cuestión a través de una serie de recursos que son de gran tino a la hora de satirizar un sistema vertical: puebla a sus planos de líneas empinadas (los barrotes del banco y de la cárcel pueden ser tan coercitivos como los troncos de Alpa Corral, dependiendo de quién mire) y a su guion de chistes onomásticos. Estos anagramas nominales refuerzan la sabiduría incauta que expresa Marianela (una graciosísima Mariana Chaud) sobre existir bajo el peso del capitalismo: “Hay gente que tiene la misma vida”. Hay personajes que tienen al mismo actor, inclusive: Germán de Silva interpreta tanto al jerarca del banco como al de la cárcel y hace un trabajo muy sólido en ambos papeles.
Por supuesto, lo que hace Moreno para contar la libertad es precisamente soltar su relato, ralentizando su tempo. Las mitades que se delimitan en Los delincuentes entonces pasan a reflejar dos tipos de narración, que podrían circunscribirse a dos tradiciones distintas de la literatura occidental como lo son la judeocristiana y la helénica. La crisis de Ramón, como la de Abraham, no ha de ser explicitada, mientras que la carta de Morán, cual cicatriz de Ulises, habilita una dimensión nueva al discurrir de la trama; una que permite la digresión hacia distintos géneros cinematográficos y que emparenta espiritualmente a Los delincuentes con cierto catálogo de El Pampero (no sorprende, claro, que una de las derivas estilísticas fluya hacia el western, por toda la carga estética e ideológica que conlleva ese género). La inclusión de Laura Paredes en el elenco refuerza el parentesco.
Alguna vez, François Truffaut escribió que el cine digno de atención era aquel que expresaba la alegría o la agonía de filmar películas. La dicha rebalsa en Los delincuentes, pero lo que no se advierte en ningún momento son los contratiempos de su producción, que duró cinco años y se vio obstaculizada por cuestiones sanitarias y de financiación. Moreno no solamente logra la coherencia estilística del material que rodó a lo largo de cuatro etapas distintas (cada una con su propio equipo técnico) sino que parece haber apropiado la longitud de ese transcurso en beneficio de su obra. Los delincuentes es muchas cosas, entre ellas un homenaje a su propio proceso.
Quizás la libertad para Moreno esté ahí, en el arte y el quehacer artístico (lo primero que hace Ramón tras separarse es ir al cine, y el refugio de Morán en la poesía se ve acompañado por un tilt hacia las alturas): en textos de Juan L. Ortiz y Ricardo Zelarayán, en una sinfonía de Piazzolla, en un disco de Pappo, en una cabalgata hacia lo desconocido.
Los delincuentes se estrena en los cines de Argentina el jueves 26 de octubre.
Fuente: es.rollingstone.com